Propuesta:
Escuchar la
lectura del cuento por parte de la docente. “El herrero y el diablo”.
CUENTOS
POPULARES CON TRES DESEOS
PARA PENSAR ESTA HISTORIA: “EL HERRERO Y EL
DIABLO”.
FINALIZADA LA LECTURA REALIZAR LAS SIGUIENTES
ACTIVIDADES.
*EL PASAJE EN EL QUE MISERIA PIDE LOS TRES DESEOS A JESÚS NOS DEJA
PENSANDO. PODRÍA HABER PEDIDO QUE LO LIBEREN DE CUMPLIR SU PACTO CON EL DIABLO.
O QUE LE DEN MÁS AÑOS PARA ANDAR POR EL MUNDO DERROCHANDO FORTUNAS. SIN
EMBARGO, PIDE TRES COSAS QUE PARECEN DESCABELLADAS.
A- ¿A VOS POR QUÉ TE PARECE QUE PIDE
LO QUE PIDE? RELEÉ EL PASAJE Y ESCRIBÍ TU OPINIÓN SOBRE MISERIA Y LAS RAZONES
POR LAS QUE PIDIÓ ESOS DESEOS.
* OTRA COSA CURIOSA DE LOS DIABLOS DE ESTE CUENTO ES QUE, POR MOMENTOS,
SE COMPORTAN COMO SI FUESEN SERES HUMANOS. POR EJEMPLO, EL PRIMER DIABLO HABLA
COMO EL EMPLEADO DE UNA COMPAÑÍA QUE NOS QUIERE VENDER ALGO:
—Aquí
estamos, para servirlo -dijo el caballero desplegando un papel-. Hablemos de
negocios. Una firmita por aquí, otra firma por allá y ¡listo! Diez años de
riqueza y felicidad a su entera disposición. |
B-¿TE ANIMÁS A ENCONTRAR OTRAS PARTES EN QUE LOS DIABLOS TENGAN
COMPORTAMIENTOS MUY HUMANOS?
*VAMOS A RELEER EL ÚLTIMO PÁRRAFO:
Y es así
que a Miseria no le quedó más remedio que volverse para el pago, donde quedó
como alma en pena. De luna en luna –dicen los que creen– suele verse una
sombra emponchada vagando por el camino que va para el lado del cerro, y si
entonces uno le presta sus oídos a la noche, puede que escuche una risa
colándose entre el viento, como si de pronto allá a lo lejos alguien se
hubiera acordado de una broma muy antigua. |
C-¿POR QUÉ MISERIA QUEDA POR EL PAGO COMO ALMA EN PENA? ¿SERÁ SU SOMBRA LA QUE
VAGA POR EL CAMINO? ¿DE QUÉ SE REIRÁ?
El herrero y el
diablo
Hace muchísimos años, allá por donde el diablo perdió el poncho,
había un camino polvoriento que iba para el lado del cerro, y a orillas del
camino había un pueblito, y justo donde terminaba el pueblito había una
higuera, y al lado de la higuera había un ranchito en el que vivía un anciano
herrero. No hacía falta más que ver dónde moraba el hombre para darse cuenta
de lo pobre que era su pobreza. Es que con los años el ranchito se le había
ido torciendo para el lado del cerro, y cada día el viento jugaba a peinarle
y despeinarle el techo de paja. Tan, pero tan pobre era que en el pueblo se
habían olvidado de su nombre, pues desde que tenían memoria todos le decían
Miseria. Un día, ya cansado de su pobreza, exclamó: — ¡Daría mi alma al diablo por unos cuantos años de felicidad y
riqueza! Ya se sabe que al Malo no hay que nombrarlo nunca, porque siempre
anda a la caza de ingenuos. En ese preciso instante se escuchó un estrépito
como de trueno desafinado, y de una espesa niebla amarilla salió un caballero
tan elegante y educado que nadie hubiera adivinado que se trataba de un
diablo. —Aquí estamos, para servirlo
–dijo el caballero desplegando un papel–. Hablemos de negocios. Una firmita
por aquí, otra firma por allá y ¡listo! Diez años de riqueza y felicidad a su
entera disposición. Sin pensarlo dos veces, Miseria firmó y el caballero desapareció.
Enseguida el herrero notó un resplandor extraño que salía desde una bolsa de
papas que estaba echada en un rincón. Al abrirla comprobó asombrado que cada
papa estaba ahora hecha de oro macizo. En menos de lo que canta un
gallo, se fue al pueblo y empezó a gastar a manos llenas. Y como el pueblo
pronto le quedó chico a su riqueza, se fue a correr mundo y a darse la gran
vida: los mejores hoteles, manjares a toda hora, trajes de etiqueta. Ahora
todos lo trataban como a un gran señor, y se apresuraban a cumplir cada uno
de sus caprichos. “Enseguida, Don Miseria”, le decían unos. “Como guste,
Mister Miseria”, se esmeraban otros, dependiendo del país por donde
anduviera. De lujo en lujo, el tiempo se le pasó volando, así es que cuando
estaban por cumplirse los diez años se volvió al pago y se puso a esperar que
lo vinieran a buscar. Resulta ser que mientras esperaba acertaron a pasar por allí cerca
nada más ni nada menos que Jesús y San Pedro, que de vez en cuando sabían
darse una vuelta por el mundo vestidos de paisanos pobres, para ver si aún
quedaba bondad en los corazones de la gente. Y quiso la fortuna que la mula
en la que iban perdiera una herradura justo cuando pasaban por la herrería de Miseria. Llamaron a la puerta y, cuando salió el herrero, le pidieron ayuda.
Hacía años que Miseria no arreglaba una herradura, así que revolvió entre sus
antiguos trastos hasta dar con un manubrio de bicicleta bastante oxidado. Con
mucha maña, lo utilizó para fabricar una herradura con la que herró a la
mula. Terminado el trabajo, Jesús preguntó al herrero: — ¿Qué deseas a cambio de tu favor? —Nada ¿Qué les puedo pedir a
ustedes? –respondió Miseria–. Bien se ve que son más pobres que yo. Conmovido por la generosidad de aquel hombre, Jesús decidió
premiarlo. —Has de saber que soy Jesús y este de aquí es San Pedro -dijo-. Para
retribuir semejante generosidad te concederé tres gracias. Puedes pedir lo
que quieras. Miseria se quedó mirándolos boquiabierto, sin atinar a nada. A lo
mejor porque pensaba que tenía enfrente un par de chiflados. O quizás estaba
tan aturdido por la sorpresa que no sabía qué pedir. — ¡El Cielo! ¡Pedí que tu alma vaya al Cielo! –le sopló San Pedro al
oído. Pero Miseria, a quien no le gustaba que le dijeran lo que tenía que
hacer, no le hizo caso. En cambio, se tomó su tiempo y recorrió con la mirada
la humilde habitación, como buscando algo. De pronto se le iluminaron los
ojos, como si hubiera tenido una gran idea. Acto seguido, señalando una silla
descalabrada, expresó su primer deseo. —La primera gracia que quiero pedir es que todo aquel que se siente
en esa silla no se pueda levantar sin mi permiso. —Concedida -dijo Jesús, de lo más sorprendido por tan descabellado
pedido. — ¡Pedí el Cielo, te dije! –insistió nervioso San Pedro. Pero Miseria lo miró de reojo con sorna y de nuevo lo desoyó para pedir
lo que a él le parecía lo mejor. —Como segunda gracia, quiero que todo aquel que se suba en ese árbol
no se pueda bajar sin mi permiso -dijo mientras señalaba la enorme higuera de
su patio. —Concedido -dijo Jesús, intrigado y un tanto divertido. — ¡Jamás he
concedido cosas más disparatadas! Pero ahora, anciano, concéntrate y piensa
bien lo que vas a pedir, porque es la última gracia que te queda. — ¡Pedí el Cielo, viejo porfiado! –se enfureció San Pedro. — ¡Porfiada será su abuela! ¡Porfiada y metida! ¡Voy a pedir lo que
me venga en gana! Voy a pedir… voy a pedir… –agregó el herrero dubitativo–
¡que todo aquel que se meta en esa bolsa no pueda salir de ella sin mi
permiso! –remató señalando la bolsa que tuviera las papas de oro, y que ahora
estaba vacía. San Pedro suspiró resignado, y Miseria se quedó mirándolo con
aire de victoria. Una vez concedidas las tres gracias, los viajeros se despidieron y se
perdieron por el camino. No pasó mucho rato cuando apareció el diablo con el que había cerrado
trato diez años antes. Esta vez no sonaba tan amable. —Bueno, Miseria, es tu hora –dijo– Ahora te venís conmigo. —Cómo no, pero recién llego de viaje y no quisiera presentarme por
allá con tan mal aspecto –respondió–. Si me permite, me voy a arreglar un
poco. Siéntese no más, Don Diablo, que enseguida estoy con usted. El diablejo, como era uno de los de más bajo rango en la organización,
andaba todo el día de acá para allá haciendo mandados para los diablos
mayores, así que estaba muy cansado y se sentó. Al regresar Miseria encontró al diablo sentado en la silla
descalabrada, y se echó a reír para sus adentros. —Ya podemos ir saliendo
–invitó risueño. El diablo tironeó, saltó y se retorció hasta que la cara se le puso
roja como un tomate, pero todos sus esfuerzos por librarse de la silla fueron
inútiles, porque seguía tan sentado como siempre. —Me olvidé de avisarle que esa silla tiene sus mañas. Si quiere
volverse para su pago me va a tener que dar unos añitos más de riqueza y
felicidad. Con tal de irse, el diablo le firmaba lo que fuera. Pero en el
infierno no quedaron conformes con el arreglo. Miseria se fue otra vez a darse la gran vida por el mundo. Lujo que
te lujo, el tiempo voló otra vez, y al cabo de diez años volvió por la
herrería. Casi en seguida llegaron a
llevárselo. Esta vez, seguramente para reforzar la expedición, habían enviado
tres diablos, los que lo miraban con desconfianza. —Venite con nosotros rapidito y sin triquiñuelas ¡Ah! y te avisamos
que no nos pensamos sentar. —Faltaba más, ya mismo voy a prepararme... Los higos están a punto,
por si gustan los señores mientras esperan –invitó Miseria y se metió para
adentro. Y como los diablos son muy golosos, y tienen especial debilidad por
los higos maduros, se treparon a la higuera para darse un festín. Cuando ya
les dolió la panza de tanto comer, se quisieron bajar, pero estaban pegados a
las ramas de tal forma que era imposible hacerlo, así que empezaron a gritar
rojos de rabia para que Miseria los bajara. — ¿Quieren bajar? No hay problema. Lo único que tienen que hacer es
invitarme otra ronda de felicidad y riqueza. Empachados como estaban, los diablos firmaron cualquier cosa. Pero en
el infierno hubo gran descontento, y más de un funcionario tuvo que
renunciar. Mientras tanto, Miseria andaba
otra vez por el mundo, gastando a más no poder. Diez años después, mucho más
viejo y un poco cansado de tanta andanza ya, se volvió a su herrería, que
ahora era casi una tapera. Allí se encontró con un gentío que lo estaba esperando. Esta vez el
infierno completo había venido a buscarlo, con Mandinga a la cabeza. —Bueno Miseria, ya te divertiste bastante. Te venís para abajo conmigo,
ahora mismo y sin chistar. ¡Quién te habrás creído que sos, viejo ladino! -le
gritó. —Yo soy Miseria, el herrero del pueblo. Pero ¿y usted, que cacarea
tan alto, quién es? — ¿Quién soy yo? ¿Cómo que quién soy yo? Yo soy el malo entre los
malos. Yo puedo enviarte calamidades de todo tipo y talla: puedo hacer que el
cielo se vuelva de ceniza, pero puedo también hacer que se te derrame la
leche sobre el fuego por más que la vigiles. —Disculpe que desconfíe, pero la verdad es que lo veo igualito a los
otros que ni bajarse de un árbol pudieron… –porfió Miseria, provocativo–. Si
tan poderoso es, demuéstrelo. ¡A que no puede convertirse usted y toda su
diablada en hormigas y meterse en esa bolsa! Y Mandinga, un poco picado por la soberbia y otro poco porque temía
perder autoridad ante los otros diablos, golpeó el piso con el pie. Al
instante él y todos los diablos se convirtieron en hormigas que enseguida
rumbearon en fila, muy ordenaditas, para la bolsa. Entonces Miseria la cerró bien cerrada y empezó a agitarla de arriba
abajo y de abajo arriba, y a rebolearla por el aire como si estuviera
espantando avispas con ella. Ni quieran saber cómo aullaban aquellos pobres diablos ahí dentro… De ahí en más, día tras día, Miseria se levantaba tempranito con la
fresca, y lo primero que hacía para empezar bien el día era pegarle una buena
sacudida a los diablos, que no paraban de suplicarle que los bajaran de
semejante montaña rusa. Hasta que un día consideró que ya habían tenido suficiente. —Los voy a dejar salir, pero a condición de que queden todos los
anteriores tratados cancelados, y deben comprometerse a no volver nunca jamás
por aquí –dijo Miseria, que de pronto hablaba como un letrado. Lloraban los diablos, y ni bien salieron de la bolsa firmaron todo lo
que Miseria les puso adelante. Cuando se quedó solo el viejo herrero lanzó un hondo suspiro. Había
sido pobre, rico, pobre otra vez. Había andado en tratos con Jesús y con
Mandinga. Y sintiéndose de pronto muy cansado, se puso el mejor poncho que le
quedaba y se tendió en el catre para soltar su alma. No bien se murió, se fue
derecho al Cielo. Y ya se metía, cuando lo vio San Pedro: — ¿Qué andás haciendo por estos lados, Miseria? ¿No estarás queriendo
entrar, no? —Y… si se puede… –contestó Miseria con timidez. —De ninguna manera. Tres veces te dije que pidieras el Cielo, y tres
veces lo rechazaste ¡Y encima me trataste de porfiado y de metido! Ahora no
podés entrar. Despejáme la entrada, por favor… Como no tenía otro lugar donde ir, Miseria se fue para el lado del
infierno. Cuando el gran portón de hierro incandescente se abrió ante él, se
armó una terrible batahola en el lugar, y Mandinga, a quien todavía no se le
había pasado el dolor de cabeza producto de sus paseos en bolsa, ordenó con
un tremendo vozarrón: — ¡Cierren todas las puertas! ¡Que por nada del mundo entre ese viejo
tramposo! Y es así que a Miseria no le quedó más remedio que volverse para el
pago, donde quedó como alma en pena. De luna en luna –dicen los que creen–
suele verse una sombra emponchada vagando por el camino que va para el lado
del cerro, y si entonces uno le presta sus oídos a la noche, puede que
escuche una risa colándose entre el viento, como si de pronto allá a lo lejos
alguien se hubiera acordado de una broma muy antigua...
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